Copacabana no tiene arenas blancas ni aguas cálidas y transparentes, las garotas infartantes quizás sólo vivan en las tarjetas postales, y sus calles no son «Tropa de Elite» ni nada parecido a un escenario de guerra permanente. Pero Copacabana es, ciertamente, distinta a todo, única y mágica.
Los viajeros más despistados pisan Rio por primera vez imaginando al Cristo Redentor sobre el Pão de Açúcar. O quizás suponiendo que, desde el Maracaná hasta Ipanema, todo carioca que se precie debe llevar una pelota de fútbol bajo el brazo. Pero si hay algo que la mayoría da por seguro es que Copacabana es una playa paradisíaca, inundada de morenas infartantes con diminutas prendas de baño, en un barrio parecido a Kosovo en día de elecciones, lleno de vagabundos, drogadictos, gays y travestis. Pero la realidad es muy distinta: no hay arenas blancas ni aguas cálidas y transparentes, esas garotas de ensueño quizás sólo vivan en las tarjetas postales, y sus calles no son «Tropa de Elite» ni nada parecido a un escenario de guerra permanente. Aunque Copacabana es, ciertamente, distinta a todo, única y mágica.
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